sábado, 25 de octubre de 2008

Oncólogo

El viernes me tocó acompañar a Dorita al oncólogo porque necesitaba la receta para hacerse los análisis de sangre. Con cada quimioterapia los niveles de plaquetas bajaban sustancialmente así que debía recuperarse para que le apliquen la próxima sesión.
En el décimo piso, Marcelo T. de Alvear, se abría una dimensión abstracta donde el dolor y el sufrimiento se potenciaban con condimentos de mucho humor e ironía. Esta vez me tocó presenciar el sufrimiento.
Una mujer muy bien vestida se me acercó, estaba junto a su marido, un hombre calmo y sereno pero con ojos perdidos. La mujer me comentó que el marido tenía un cáncer de próstata que le había hecho una metástasis en los huesos lo que le provocaba dificultades para caminar. Le comenté que acompañaba a Dorita, hablamos por varios minutos hasta que en un momento me comentó que la hija había tenido cáncer, y yo no sé porqué pero me estaba impermeabilizando ante el dolor de los demás así que comencé a hacerle preguntas. Quería saber si al menos pudo disfrutar los últimos momentos de su vida pero me dijo que no, que se la había llenado el cuerpo de tumores y que había dejado una hija (nieta). La abracé, le dije que trate de ser fuerte y sobreponerse. Uno en ese tipo de situaciones tiene un manual de términos habituales: “fue para mejor” o “mejor eso a sufrir” pero el lenguaje no es suficiente, lo indecible abre una brecha inconmensurable. Eso era lo que yo pensaba hasta que tuve que despedirla porque el oncólogo había llamado a Dorita y la mujer con los ojos llenos de lágrimas me dijo: “Chau hija, que tengas mucha suerte”.

domingo, 12 de octubre de 2008

Ladrido post-mortem



Shirley no era un animal común y corriente, sus ladridos invadían el edificio unas cuarenta veces al día pero había otro ruido casi imperceptible para algunos departamentos. Cuando alguien se asomaba al balcón esta perrita pequeña pero con ojos diabólicos saltaba para atrás y ladraba desenfrenadamente, el roce de sus patas con la cerámica provocaba un chillido insoportable.
Dorita se divertía molestándola para ver ese espectáculo, bastaba con provocarla con algún ruido en particular, como el de la bolsa de los broches o el de la manija plástica del balde para que comenzara el enloquecimiento.
Una vez me la crucé a la dueña de Shirley, me comentó que la perra había envejecido con el correr de los años y que temía por su vida. En ese momento mi estupor repentino se transformó en una idea, me imaginé a Shirley embalsamada con la boca abierta, mostrando los dientes y el ruido de sus ladridos proveniente de un equipo de música, también podríamos atarla y moverla hacia atrás para conmemorar sus ataques. Y lo peor es que se lo comenté a la dueña (una de las tantas veces que hablo sin pensar, sin filtrar) y ella, con los ojos llenos de lágrimas me dijo: “Es una buena idea, hace mucho que vengo pensando en embalsamarla, no soporto la idea de quedarme sin ella”.